¡Quieto que viene el toro!

¡Quieto que viene el toro!

Por Óscar Hernán Correa

 

     “Lo mínimo que se le puede pedir a un torero es que no se mueva”, lo expresa bien el dramaturgo español Albert Boadella. Por lo tanto, no se puede concebir ninguna carrera atlética desaforada por el ruedo. Lógico que esta exigencia se le hace al matador, puesto que los subalternos sí que están autorizados y habilitados para estar aquí y allá. Además, ellos deben dirigirse a todas partes a la vez. Es precisa su omnipresencia para evitar al máximo los percances en el ruedo; conjuntamente con la importancia básica de su labor con el capote. Por estos motivos y otros, corren apresurados durante toda la celebración de la corrida.

     El matador, no. El matador debe estar quieto frente al toro. Y dar la sensación, así cambie de terrenos, de estar inmóvil en el imponente ruedo amarillo.

     Los toreros que vociferan y trotan durante la lidia, son todo, menos artistas. El arte de torear es otra cosa: es poesía. Y poesía en el toreo es transformar la materia irracional en armonía y belleza; en aquellos instantes únicos, el diestro se convierte en un poeta, o en un artista, que viene a ser lo mismo, como lo dice Boadella.  En el teatro existe una norma esencial: “Lo que se puede expresar con un  gesto, no debe hacerse con un movimiento. Los actores mediocres hacen todo lo contrario: intentan llenar el espacio con brusquedad y aspaviento”.

     El torero que no se queda quieto, no es más que un desaliñado comediante y también, un barato arlequín.

     Los toreros que permanecen quietos, consiguen un imposible: durante la faena, hacen disfrutar de la agradable sensación de ver fácil lo difícil; asimismo, ponen al público a darles pases a cuantos vehículos se encuentran en el camino, después de terminado el festejo.

     Cuando hay mando y quietud, sus maneras deberían ser acompañadas por las exquisitas notas de Para Eliza, de Beethoven. O ponernos a escuchar detenidamente al propio torero: él lleva la música incorporada en lo más secreto de su ser.

     Hay que torear con el espíritu olvidándose del cuerpo, como lo dijo  y lo hizo  el mítico Juan Belmonte.

     Lo otro no es toreo: es simplemente circo con domadores, bufones y gente vulgar.